Al lago Chelenko me carga decirle General Carrera o Buenos Aires, como es llamado oficialmente en Chile y Argentina, respectivamente. El Chelenko es uno solo y es el segundo más grande de Sudamérica, después del Titicaca. Cuando subí en Puerto Ibáñez a la barcaza La Tehuelche, llovía sin parar. Fue un viaje apacible, de dos horas, en que circulé tanto por el interior de la barcaza como por la cubierta. Se veían acantilados de múltiples colores, y el agua del Chelenko cambiaba de color conforme el cielo abría paso al tenue sol entre los grises nubarrones. Yo venía a buscar la lluvia, escasa en la zona central, y la encontré. La única vez que había surcado el Chelenko fue en un viaje por prensa, en 2012, cuando conocí las Capillas de Mármol. Extrañaba verlo de nuevo, aunque también quería conocerlo en su variante turquesa, que suele asomarse cuando el sol refulge sin contrapeso. Estrené mi nueva camarita, muy expectante por llegar por primera vez a Chile Chico: la tierra del sol, la de la Guerra de Chile Chico (¿conocen esa historia?), un vergel con un microclima apropiado para producir cerezas y otra clase de frutales. Todo iba viento en popa hasta que me acerqué a una chica que estaba en la cubierta, y le hice un comentario sobre el paisaje alucinante que nos acompañaba.
– Y sí, qué bueno, para aliviar un poco el dolor- me respondió o eso recuerdo vagamente, en tonada argentina, no con esas mismas palabras.
– ¿Por qué lo dices? – le contrapregunté.
Me contó que venía de despedir a su joven hermano que había muerto aplastado por una maquinaria en una mina en Coyhaique, al parecer El Toqui. Yo quedé helado, sin poder enhebrar algo más menos coherente. Me dijo su nombre, Tamara, y prosiguió su relato: obviamente era argentina, vivía en Truncado -por la misma ruta de la Patagonia argentina, camino al Atlántico- y había viajado sola al funeral de su hermano, a quien había conocido hacía sólo un par de años. Tanto él como sus ma-padres eran chilenos y vivían en Coyhaique. Por ese motivo iba y venía desde Argentina a Chile, y ahí fue cuando pensé que la cordillera es una gran muralla que genera roces absurdos entre ambos países. A esta altura del cono sur, en cambio, la frontera queda casi a nivel del llano, y la gente tiene familiares a uno y otro lado del paso limítrofe. Me insinuó que pudo haber negligencia de la minera en la muerte de su hermano, y que con su familia iban a hacer las gestiones para esclarecer cómo ocurrió el accidente. En un momento dejamos de hablar y llamaron para descender de la barcaza. Habíamos llegado a Chile Chico. Entre las fotos que tomé, de los cerros, de los islotes, de hasta una perrita Lazzie que había abajo, lo único que lamenté fue haber perdido de vista a Tamara, y no haberme despedido con un último mensaje de aliento. Bajé de la barcaza, buscándola en vano por el muelle, con una sensación extraña en el pecho. Cuando días después pasé por Truncado, no dudé en pensar para mí: aquí vive Tamara.
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