Caminar cuatro horas por el Parque Patagonia fue como visitar otro planeta. Claro, la Patagonia chilena es tan variopinta, que de un momento a otro sales de un bosque tupido para pasar a unos cañones dignos de San Pedro de Atacama. «Es la curva de la aridez», nos explicó Víctor, nuestro guía, un biólogo fantástico nacido y crecido en Chile Chico que conocía al dedillo cada detalle. Son paisajes que hablan de la edad de la Tierra, surcados por el pueblo tehuelche, cuyas huellas están expuestas en algunas de estas piedras. En otros tiempos estos parajes quizás fueron el interior de un volcán, nos explicaba el joven guía, ante los turistas: una pareja estadounidense, una chica francesa, un porteño del Cerro Cordillera y yo. Pasamos por la Piedra Clavada, una estructura fálica moldeada por el viento, y luego vimos a la distancia una colonia de guanacos. Uno de ellos se separó la manada y sentimos que se acercó a nosotros a hacer guardia. Luego hicimos sendero a la Cueva de las Manos, apenas distinguibles con un solo vistazo. En esa cueva, infelizmente, algún desalmado había dejado su huella, rayando lo que son testigos del paso de las naciones originarias por este lugar. Una pena realmente. Para colmo de males, en ese mismo lugar, y mirando a lo lejos al río Jeinimeni que divide Chile y Argentina, Víctor nos contó de algo que yo había leído hace tiempo: la amenaza de la megaminería en la zona. Quieren extraer oro y plata de estos parajes soñados. Y para variar, Piñera metido en el barullo: resulta que parte de estos terrenos fueron donados por la Fundación Tompkins a cambio de que fueran declarados parques nacionales. Poco antes de dejar su segundo mandato, Bachelet cumplió lo encomendado por la fundación. Sin embargo, Piñera y sus turbiedades dejaron un área sin proteger, justo el que la minera australiana Equus Mining necesitaba para explotar el oro y la plata, que para ellos, obviamente, vale más que el agua y la vida. Hasta lo que supe, hicieron algunas prospecciones truchas, fuera de norma, por lo que el proyecto está semiparalizado, pero siempre presto para volver a dar el zarpazo. Luego llegó el momento estelar de los cóndores, sobrevolando nuestras cabezas, cortando el viento cual si fueran los soberanos de las alturas. Hace mucho que no veía cóndores, tantos cóndores. Me hizo recordar al Cañón del Colca, en Perú, en 2011, tal vez la última vez donde vi planear a algunos. Una belleza inconmensurable. El cierre fue de película, siendo mi destino más esperado del tour: el Valle Lunar. Un sinfin de cañones, rocas volcánicas, arenales, de todos los colores que puedas imaginar, que realmente te dejan suspendido en el aire, en la luna. Uno se siente muy pequeño ante la magnificencia de la naturaleza. Al fondo, aparecía el azul infinito del lago Chelenko; a la derecha, el serpentear del río Jeinimeni y, ya en territorio argentino, la meseta Buenos Aires (que me hizo recordar los tepuyes venezolanos que recorrió mi hermano Mario) y más al horizonte, la estepa patagónica. Un paneo que lindaba con la perfección. Yo me quería quedar a vivir ahí. Creo que durante hartos días estuve clavado en este lugar, y no fue sino ahora cuando volví a Valparaíso en que decanté la información, y ahora pienso que podrían ser los últimos días de esta sección del Parque Patagonia tal cual como lo conocí. Hay que ser muy pobre de alma para pensar en extraer oro y plata de un paraíso así, y arriesgar al pueblo de Chile Chico a perder el corazón de su patrimonio natural, su sentido de convivencia, el agua pura que necesitan para producir los frutales le dan fama a su benigno microclima. Gracias patriota Piñera por poner siempre por delante los intereses de tus amigotes.
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