El viernes pasaron cosas muy bonitas en La Ligua. Me decidí a ir para pagar mi deuda con Jorge Teillier. Primero, fui a saludarlo a su sepultura al Cementerio Parroquial. Fue curioso. Obviamente es un cementerio de pueblo, pequeño, y en la entrada no di con ningún cuidador que me enseñara dónde estaba su tumba. Pero mi instinto me decía que, en virtud de la estatura del personaje en cuestión, debía estar en un sitio relevante del camposanto. Mi única referencia de la tumba era el amigo y profesor Joel González tomándose un vinito a la salud del poeta.
Entré por la calle principal y dejé que mis pies me guiaran. Hasta que frente mío, a la distancia por esa misma calle central, divisé la silueta de un sepulcro un poco más grande que el resto, desde el cual se avistaban unas plaquitas de mármol. A medida que me acercaba, distinguí las letras: Jorge Teillier, poeta. Era ahí. Me quedé harto rato en silencio frente a su lugar de descanso, tomando fotos de las plaquitas en su honor, lamentando por cierto el estado de descuido en que se encuentra su sepultura, habida cuenta de su trascendencia cultural en Chile. Había silencio alrededor, salvo por un tipo que pasó en bicicleta al lado mío y otro señor que estaba con una carretilla, por lo que supuse que era trabajador del cementerio. Me debe haber visto muy absorto frente a la tumba este último señor, moreno y de pelo ensortijado, que se me acercó.
– ¿Usted es familiar de él?
– No, sólo admirador de su obra – le contesté.
Al rato nos pusimos a charlar muy amenamente. Él me contó que conoció a Teillier en sus últimos días y de ahí, no sé cómo, me empezó a transmitir sobre la humildad del poeta y que siempre había que estar del lado de la gente, como él mismo, que suele disfrazarse de Viejo Pascuero para ir a las casas de La Ligua a entregar regalos. No el típico Viejo Pascuero que se sienta en una parte a recibir niños y niñas. Luego, empezó a hablar acerca del mal estado de la tumba, y de las ideas que lo asaltaban a él para mejorar el entorno y convertirlo en un espacio de convergencia de poetas, cantores y, en general, artistas. Haciendo ademanes, imaginaba que alrededor del sepulcro pondría libros en un mesón para que la gente pudiera leer ahí mismo, y que si se lo pidieran él mismo amononaría con rocas, flores y plantas. Yo le decía que Teillier debería estar en todas las escuelas de La Ligua, que sus poemas debiesen ser leídos en las clases porque para mí es el más grande de los poetas chilenos.
– Después de Gabriela – me interrumpió, para luego contarme, aunque yo ya sabía, que en la Plaza de Vicuña hay un monumento de la poeta sentada en un banco, y uno mismo se puede sentar al lado de ella.
Al despedirse se excusó de darme la mano cubierta de polvo. Pero yo no me hice problemas. «Démela nomás», le dije antes de retirarme. Nos saludamos y me dijo su nombre: Ricardo. «Ojalá vuelva con los amigos», agregó.
Salí del cementerio rumbo a la siguiente estación teillieriana: el restorán El Parrón, donde el poeta solía tomarse sus cañitas de vino, leer el diario y charlar con los parroquianos. Yo recordaba que Eduardo Peralta suele contar, casi siempre antes de tocar «Un desconocido silba en el bosque», que alguna vez almorzó con don Jorge en El Parrón.
Me había dicho Ricardo que no hacía tanto el restorán había cambiado de administración; de manera que yo no abrigaba mucha esperanza de encontrar algo de Teillier ahí. Me fui a almorzar ahí. Adrede me desvié por el mesón donde había visto una foto de Teillier, pero no me atreví a preguntar nada. Camino a la mesa donde iba a comer, vi en la pared una foto de don Jorge con dos comensales. El local es de comida típica chilena y tiene un frondoso parrón atrás. Es un clásico de La Ligua. Tan clásico como el Ligua Puebla, los dulces y los chalecos.
Me sentía bien de estar ahí, pisando y comiendo en el mismo bar que frecuentaba el poeta cuando venía desde su lugar de residencia, el Fundo El Ingenio, ubicado entre La Ligua y Cabildo. Cuando fui a pagar la cuenta a la caja, sin embargo, sucedieron dos cosas extraordinarias. Ahí recién me atreví a decir que había llegado a El Parrón azuzado por el interés en la obra de Teillier, y la mujer que me cobró de pronto pegó la vuelta, tomó un libro color café, artesanal, que descansaba en una repisa, y me dijo con ternura:
– A todos los que vienen al restorán y están interesados por Teillier, les regalamos un libro.
En mis manos estaba «Para ángeles y gorriones», y no pude sino recordar todas las otras veces en que me han regalado libros sin yo jamás esperarlo. Me recordé del libro de textos periodísticos de García Márquez que me regalaron en la Fundación Gabo en Cartagena de Indias; y uno compilatorio sobre la matanza de la Escuela Santa María, creo que editado por el historiador Sergio González, en una casa de Iquique a la que no me acuerdo cómo llegué.
Con eso me podía volver feliz a Valpo, pero no contaba con que un señor, a quien ya había visto mientras comía, y que vestía una polera negra con la insignia de Colo Colo, me llamara a su mesa apenas recibí el ejemplar del libro. «Venga para acá y siéntese aquí donde se sentaba el poeta. Toque la mesa», me dijo, y luego dio golpes de puño a la mesa así como lo hacía Raphael de España cuando cantaba «Toco madera».
Para sorpresa mía, antes de sentarme vi lo que tanto anhelaba. Había a un costado de esa mesa un espacio dedicado al poeta llamado «El rincón de Teillier». Era para estallar de emoción. La pared estaba tapizada de fotos del poeta en El Parrón, con su cañita de vino, en la puerta de afuera con amigos, algunos poemas (uno llamado «Viaje de Cabildo a La Ligua» que desconocía) y una que otra distinción comunal al bar por su carácter histórico.
El hombre en cuestión -Gerardo- era profesor rural y me empezó a contar toda su historia de peregrinaje por las escuelas del sector, y me transmitió cómo Teillier lo alentaba a seguir por esa senda. Como media hora me mantuvo atado a esa mesa, contándome cómo lo discriminaron en un minuto por ser profesor rural, menoscabando a los niños y niñas que él educaba. Con un leve lagrimear, me señaló que prácticamente todo lo que sabe se lo había enseñado el campo. En tanto profe de historia, él me aseguró que las tierras donde vivía Teillier eran además las de La Quintrala.
Él era sobrino del dueño, y con orgullo me mostró una de las fotos que estaban en la pared del espacio que honra a Teillier: era una foto de su hermano, atendiendo al poeta en el mismo mesón. La foto era de 1995, un año antes de que la voz del «Guardián del mito» se hiciera sólo silencio.
Tras sacarle una foto al profe y salir del bar con el corazón rebosante y flor de cosquilleo estomacal, libro en mano, no hube de pensar sino en que Teillier no es sólo lautarino, sino liguano, y que uno puede ser de muchos sitios más allá del parte de nacimiento. Yo con Teillier suelo leer el sur: los cerezos, los trenes oxidados, los campos floridos, los guijarros. Pero ahora también puedo leer el centro-norte, sus cerros semiáridos, salvo de paltos, hoy privados del agua por la propiedad privada, la sequía y el saqueo.
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