Alejandro González, quizás el mayor referente del muralismo chileno, celebró ayer sus siete décadas de vida. El Mono, cuyo apodo le comió el nombre de pila, sigue pintando y viajando por el mundo, orgulloso de cómo sus trazos han perfilado buena parte de la historia social de Chile.
Mochila al hombro, sandalias, jeans desgastados y una polera verde alusiva a la estética de la Brigada Ramona Parra. Así camina Alejandro González, el Mono, por el Museo a Cielo Abierto de San Miguel, proyecto que él mismo dirigió en 2011. Sencillo en el vestir, en el decir y en el obrar, el precursor y referente del muralismo chileno se sienta en una banca y elogia el mural de Los Prisioneros. Dos cuadras hacia el poniente, por Avenida Departamental, señala el block donde vivió Pedro Lemebel, a quien originalmente se le rendiría un homenaje con un mural sobre la literatura chilena.
“El grafitero se dibujó más a él mismo y Lemebel sale con letras, pero chiquito”, lamenta el pintor, cofundador de la BRP en 1968 y escenógrafo de cine y teatro. Militante comunista de toda la vida, a través de sus trazos se puede leer la historia social del país, pasando por Allende, la clandestinidad en dictadura y el retorno de la democracia. A sus 70 años, cumplidos ayer, este trabajador del arte, que ha hecho de la calle su medio de expresión, sólo ha cambiado la brocha por el rodillo, pero sigue pintando.
Hace rato que el apodo le comió el nombre. “Muy poca gente me dice Alejandro”, reconoce. Su nieto le dice Tata Mono. Ahora que está más viejo, confiesa, los jóvenes le llaman Don Mono. Otros lo saludan de “Maestro”, como el presidente de la junta de vecinos de la población San Miguel, que trabajó con González en el museo. Ambos se encuentran casualmente camino a Gran Avenida. El dirigente le habla de un mural histórico de la BRP, dentro de la misma población, que requiere una manito de gato, y de otro con el diseño de Colo Colo que ha generado división en el sector. También conversan de un viaje.
“El check-in es fácil, puedes llevar tu carnet, pero yo siempre llevo mi pasaporte, porque me gusta que me lo timbren”, ríe el Mono, frente al líder vecinal. Ambos forman parte de una delegación de brigadistas que partirá el domingo a Argentina para pintar murales en un pueblito cerca de La Plata. A mediados de este año lo invitaron a Ucrania. Está a punto de cerrar un viaje a Canadá para celebrar los 150 años de la independencia de ese país. Dicta charlas en todo el mundo sobre muralismo chileno. Aún pinta en universidades europeas y se apronta a lanzar su libro Cuadernos de la piel.
-¿Qué países le faltan por visitar?
-Hay un proyecto que quiero amarrar este año: quiero ir a pintar a una aldea en Sudáfrica donde las mujeres pintan sus casas con un estilo muy parecido al mío, pero con figuras geométricas. Voy a todas partes donde me inviten. Ahora vengo llegando de Lota, donde restauré un mural de un sindicato histórico del carbón.
– ¿Aún tiene ganas de pintar a sus 70?
– Nunca pensé en llegar a los 70, porque corrí riesgos, soy un sobreviviente. Me pudieron pasar cosas como les pasó a muchos compañeros. Ahora, por ellos hay que seguir pintando y levantarse. Yo sigo soñando con una sociedad más solidaria. Por ejemplo, acá en el museo, empezamos con los murales, pero ahora se restauran los techos, la luminaria, la plaza. La fuerza del mural no está en la obra, sino en lo que sucede alrededor de ella.
– Entiendo que usted empezó a pintar murales muy niño en su natal Curicó.
– Claro. Mi papá era militante comunista y yo no entendía bien por qué pintaban tan escondidos. Yo me hacía la idea de que un club de amigos era para jugar naipes o tomar vino, pero ellos estaban con papelitos y conversando. Y uno va aprendiendo de esa escuela. Mi papá estuvo relegado un año en Isla de Pascua en el segundo gobierno de Ibáñez. Uno nació dentro de ese ambiente; es sólo un eslabón dentro de la historia.
– De todas maneras, la historia reciente de Chile se puede contar a través de su figura, ¿o no?
– No lo siento así. Hay compañeros que han estado en cargos mucho más representativos. Lo que pasa es que yo como trabajo en el arte, estoy en esas partes más sensibles. Hay que abrir esa opción, porque el arte sensibiliza a la sociedad. Pero uno no puede hacerse a un lado de los hechos históricos.
– ¿Qué tiene de especial el muralismo chileno?
– Que nace en la calle, de abajo hacia arriba. A mí nunca me gustó ese concepto de “arte para el pueblo”, es muy paternalista. En el muralismo mexicano tú distingues a Siqueiros, Orozco y Guerrero; en Chile, la gente ve la obra, no las caras. Un mural colectivo es la suma de varios estilos. La gente va a ver murales chilenos. Ya hay una identidad. Chile es conocido por eso. Y si se logró fue porque se trabajó mucho con la reiteración en las calles.
– Usted ha dicho que el muralismo chileno nace con la asunción de Allende.
– Claro, porque antes era solo el rayado, la propaganda, pero ahí comenzamos a incorporar la imagen. Algunos compañeros decían que malgastábamos los materiales en “pintar monitos”, que lo importante era la letra pura, pero resulta que la imagen también tiene un mensaje.
– ¿Y siente que ese estilo responde a los tiempos de hoy?
– Puede que no, porque hay otros lenguajes en los jóvenes. Por eso me gusta trabajar con ellos, descubro cosas nuevas y me mantienen vivo. Igual, el trato es cada vez más impersonal por internet. A veces gente me dice que somos amigos en Facebook, y yo les digo: “qué bueno, pero me gustaría conocerte de otra forma”. No se ven las caras, te ponen “me gusta”, sientes que participas, pero nadie se toca ni se da la mano.
– ¿Qué calles se elegían durante la Unidad Popular para comunicar?
– Pintar la Alameda era muy importante, porque ahí pasaban tanto los de arriba como los de abajo. Los de abajo que iban a trabajar al barrio alto, y los de arriba que iban a trabajar a sus empresas. Por eso se hablaba de lugares estratégicos. Siempre pensamos la brigada como un medio de contrainformación.
«Nunca pensé en llegar a los 70, porque corrí riesgos, soy un sobreviviente. Me pudieron pasar cosas como les pasó a muchos compañeros. Ahora, por ellos hay que seguir pintando y levantarse. Yo sigo soñando con una sociedad más solidaria».
– ¿Nunca pintó en el barrio alto?
– No, porque era ir a provocar. A nosotros nos interesaban los pobladores. Tú trabajabas para convencer pero también para la gente que estaba convencida. Igual, hace poco pinté en Alonso de Córdova: un amigo mexicano que instaló ahí un restorán me pidió hacer algo ahí. No puse ni la firma, porque queda la presencia. Eso sí que se puede decir que es una provocación, porque ahí mismo están las galerías de arte. La academia ha menospreciado al muralismo.
– ¿Esa ebullición cultural de los 60 e inicios de los 70 la vivió en otra época?
-Sí, la viví muy fuerte en la clandestinidad. Después del golpe me refugié en una casa de seguridad en Maipú hasta que se levantó el toque de queda, y de ahí me fui a otra casa. Nunca fui detenido. Usé otro nombre y trabajé como tramoyista, haciendo volantes y apoyando a todos los artistas que resistieron en Chile, como los músicos de las peñas. Hasta el 80 las brigadas no hacían murales. Sí los propios pobladores. Los murales les ayudaban a fortalecer la autoestima frente a la represión.
– ¿Alcanzó a conocer a Víctor Jara?
– Claro, yo era muy joven. Yo era estudiante de diseño teatral en la Chile, y él era el director. Lo respetaba mucho, pero no lo conocía. Después de que él volvió de ese viaje a Perú, se acercó a mí y me pasó una foto. “Mono, te mandaron esto de Perú”, me dice, y era una reproducción de un mural al estilo de la Brigada Ramona Parra. Esa fue la primera relación que tuve con Víctor.
– Pero también trabajó en el cine con Ricardo Larraín, Andrés Wood, Alejandro Jodorowsky. ¿Qué tal fue eso?
– Tuve más relación con Ricardo y Andrés; con Jodorowsky siempre fue con más distancia. En Machuca había un equipo de arte muy interesante. Yo estaba trabajando en la escenografía cuando Andrés pidió a alguien del partido que lo asesorara en el tema político, para recrear cómo eran las marchas y todo eso. Los compañeros me dijeron que me ofreciera yo, por mi experiencia política. Cuando llegué a contarle a Andrés, me dijo “pero si tú estás en la escenografía”. “Bueno, vengo también por esto”, le respondí.
– ¿Nunca dudó en participar de la escenografía de la campaña del NO?
– Nunca. Lo importante era sacar a Pinochet. Yo antes trabajé en otra campaña del NO, la del PC: diseñé un NO que tenía un rojo y un azul. El NO de la Concertación era el del arcoíris. Ese no lo hice yo. Igual, tengo un diploma del arcoíris con la firma de Ricardo Lagos que nunca lo muestro porque me da vergüenza. Lo que vino después, eso de la medida de lo posible, nunca me gustó. Para mí todo tiene que ser posible; una sociedad distinta debe ser posible.
«El muralismo chileno nace en la calle, de abajo hacia arriba. A mí nunca me gustó ese concepto de “arte para el pueblo”, es muy paternalista. En el muralismo mexicano tú distingues a Siqueiros, Orozco y Guerrero; en Chile, la gente ve la obra, no las caras».
– ¿Qué significó hacer el mural en la Estación Parque Bustamante del Metro?
– Fue un cuestionamiento porque lo de la calle es espontáneo. En cambio en el Metro tenía que demostrar oficio, reforzar la técnica, hacer algo más “académico”. El ex presidente de la Asociación Chilena de Seguridad, Eugenio Heiremans, un hombre de derecha que terminó siendo mi amigo, me ofreció pintar el mural, ya que el Metro solo pone el espacio, no invierte plata.
– Al menos el mural quedará ahí.
– No sé si dure mucho.
– Pero, ¿y su obra?
– Eso queda en la memoria. Por eso son tan importantes los libros. El libro que voy a lanzar ahora trata del amor de viejo, de las parejas que he tenido, que he dibujado, porque los viejos también amamos.
– ¿Siente que el amor de pareja como tema se pierde al abrazar causas sociales?
– Todo lo contrario. Uno hace esto porque ama a los hijos, a las mujeres, no es por beneplácito propio. Los hijos a veces sacan en cara que uno arriesgó la vida para otros. Y nunca es para otros. No es mi causa, es de todos. Yo siempre hablo en plural.
* Publicado originalmente en Diario La Hora.
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