¿San Gerónimo o San Jerónimo?

Loma San Jerónimo fue uno de los tantos puntos altos del 2016. Yo llegué por recomendación de una española que atendía la hostal donde alojé en pleno centro de Asunción. Me dijo que los sábados vendían chipa guazú o sopa paraguaya, dos comidas típicas de Paraguay, y que solían poner música y a veces se armaba una fiesta callejera. Nada de ello había, sin embargo, cuando pisé allá.

Me costó. Loma, no sé por qué, no aparece en los mapas turísticos de Asunción. Pero conejeando por aquí y por allá, di con el barrio. Había averiguado que estaba en una de las siete colinas de la ciudad, y que su recuperación fue obra de un proyecto vecinal y municipal. De entradita por el cartel de bienvenida, la calle empedrada principal me condujo a unos estrechos callejones, cuyas paredes lucían adornadas con material reciclado, fuera un neumático con nariz puntiaguida o lámparas en forma de botella. Había una escalinata de mosaicos. Y tiendas con carteles hechos a mano, de muy buen gusto estético, y una que otra leyenda en guaraní. Medio escondida, en otra casa, hallé una imagen de María Auxiliadora, uno de los cultos marianos más importantes del Paraguay junto a la virgen de Caacupé.

Salvo el guiño religioso, San Jerónimo me pareció un Valparaíso en miniatura. Si hasta tenía mirador con vista al río Paraguay. Había caminado suficiente. Quería almorzar en el comedor Carmencita para luego volver al centro. Muy afanado tomando las últimas fotos antes de partir, me interrumpió una abogada. Guapa la iñora, como toda paraguaya. No recuerdo su nombre. Después de ofrecerse para sacarme fotos, porque me veía tan solito, según dijo, me llevó a otra calle, que daba a la puerta de un recinto con una cancha de baby fútbol, donde hace rato que se escuchaba música en vivo. En eso salió un señor, con una camiseta verde chillona, al mejor estilo del Morelia de México en otros tiempos, y me dijo así sin más. «Así que chileno eh, andá a tomar las últimas fotos y te invito a comer asado, vení para acá». Se llamaba Francisco López. Era el presidente del club San Gerónimo y estaban de celebración.

Yo ahora recuerdo bien que fui un sábado 30 de abril, porque si el presi estaba ahí con su gente era para celebrar el día del trabajador. Francisco me presentó a toda su gente ahí. Estaba su señora y sus compañeros de trabajo. Yo venía con hambre, claro; no había alcanzado a almorzar y él, como suponiéndolo, me ofreció asado, mandioca y cerveza. Un amigo de él cantaba, no sé, canciones muy cebolleras. Mientras me ofrecía más comida, el presi me aprovechó de contar que su club era muy antiguo, que era de voleibol y ahora de futsal FIFA, y que se enorgullecía, tocándose el pecho con el puño, de pertenecer a él.

Él, después, se animó a cantar «Puerto Montt» de Los Iracundos, y se la dedicó al chileno presente. Todos se la sabían. El impacto de una canción popular suele ser impensado. Entremedio, un niño me pidió mi cámara para tomar fotos. Se la colgué a su cuello y me hizo sus buenos retratos, tanto a mí como a los símbolos del San Gerónimo que colgaban de las paredes de la sede.

Me invitaron luego a cantar. Yo no me hice de rogar. Sólo le puse güeno. Canté «Arriba en la cordillera», no sin antes explicar que era una de las canciones chilenas más lindas hechas nunca jamás. Me aplaudieron harto y, luego, en el fragor de la cerveza, me empezaron a preguntar por qué venía a Paraguay, si Brasil era más lindo, y otros amigos de Francisco me contaron que habían estado en Valparaíso, y que habían quedado maravillados con el vino, no así con el agua potable ni la carne, que tenían un sabor distinto. Malo. Seguían comprando cerveza, y me cortaban la inspiración cuando yo sacaba billetes de mi bolsillo para aportar a la «vaquita». «Tranquilo, vos sos mi invitado», me decía el presi.

«Así es el paraguayo, amistoso», me insistía Francisco, «si el paraguayo te trata así y tú traicionas su confianza, el paraguayo corta relaciones contigo». Y así seguí, toda la tarde, disfrutando de la camaradería, con baile y todo, aun cuando el diálogo se puso menos festivo. «Paraguay es un pueblo muy sufrido, después de las dos guerras que tuvimos», me decía resignado el presidente. «¿Y es verdad que se permitió la poligamia para recuperar la población masculina después de la Guerra de la Triple Alianza?», creo que alcancé a preguntar. No recuerdo si me contestaron.

El asunto es que después le pedí permiso para conocer la sala de los trofeos y los diplomas. Había incluso roñosas credenciales de los jugadores más antiguos. Nunca me supo explicar, eso sí, por qué el club era Gerónimo con G y el barrio Jerónimo con J. No importó. El recorte de prensa colgado en la muralla, que versaba sobre la historia del club me hizo pensar en que si hubiera quedado en Chile, ya le habría hecho nota. Tengo devoción por los clubes de barrio: transmiten identidad, se involucran con su entorno y se apartan del negociado brutal que opera a nivel macro; y se notaba que para Francisco, sobre todo para él, San Gerónimo era su vida. «Soy de Olimpia en el fútbol profesional, pero esto es pasión», me repetía, pegándose de nuevo con el puño en el pecho. Me sentía como en la película Luna de Avellaneda.

En Asunción oscurece a las cinco de la tarde. Y entonces cuando se hizo de noche, ya extasiado de felicidad por este encuentro, en mi segundo día en Paraguay, me empecé a asustar. No es que desconfiara de los alrededores del barrio, pero siempre es mejor prevenir. En un momento, Francisco desapareció. Me quedé conversando con su señora, que tenía una contagiosa sonrisa. No recuerdo si me comunicó en su momento la intención, pero lo cierto es que el presidente llegó con una camiseta verde del San Gerónimo en la mano. «Es para vos», me dijo. Yo me tapé la cara. No lo podía creer. «Me bastaba con llevarme algo de acá, pero jamás una camiseta». Insistió. Nos tomamos la foto de rigor. Me la eché en la mochila y ella acompañaría luego todo mi trayecto por San Ignacio Guazú, Encarnación, las misiones jesuíticas, Ciudad del Este y hasta las Cataratas de Iguazú. Y hoy descansa en mi closet como el mejor de mis tesoros, sólo para ser usada en ocasiones especiales. Antes de despedirnos, y para rematar la tarde-noche de generosidad extrema, Francisco llamó a su hijo, y le pidió, bien entrada la noche, que me fuera a dejar en auto en las puertas de mi hostal. Me llevé una camiseta y miles de recuerdos que se me agolpan a fin de año. Si algún día me llegaran a preguntar de qué equipo soy en Paraguay, aunque todos sepan que le soy fiel a uno solo, diría sin vacilar que el San Gerónimo.

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