En este trágico 12 de octubre quería recordar un monumento que me voló la cabeza cuando lo tuve enfrente. Está ubicado en el pueblito boliviano de Tarabuco, cerca de Sucre, en cuyo entorno existe una feria textil y artesanal los domingos. Lo recuerdo porque uno normaliza ver monumentos que ensalzan a conquistadores, colonizadores, almirantes, coroneles. Afortunadamente esos símbolos han venido cayendo de la mano de las revueltas en América Latina. Es una forma de reescribir la historia desde abajo hacia arriba. En Tarabuco lo sabían hace rato: el monumento en cuestión muestra a un indígena yampara arrancándole el corazón a un soldado realista español. Cuenta la leyenda que incluso se comieron los corazones de los invasores en venganza por el crimen en contra de uno de sus líderes. La escena se remonta a 1816 y corresponde a la batalla de Jumbate. No sé cuántos monumentos así hay en el continente, pero la pelea por desjerarquizar también se abona en los espacios públicos. Acá cayó Menéndez, Cornelio Saavedra, Pedro de Valdivia. Baquedano es un tarro de pintura multicolor y un depósito de rayados ACAB. Por eso me pone tan feliz el monumento que recién se levantó en honor al ecuatoriano Romario Veloz -uno de los asesinados por agentes del Estado durante la revuelta en Chile- en La Serena. Hay que tener coraje para levantar un memorial de resistencia cuando sabes que en cosa de segundos las mentes retrógradas de este país te lo pueden echar abajo. Soy un obsesivo con los monumentos que resisten. Me gusta sacarles fotos y mirarlos detenidamente. No me olvido de la escultura de Benkos Biohó -líder de los esclavos africanos en Cartagena de Indias- en el Palenque de San Basilio, hasta donde huyó. El busto de mármol muestra sus manos rompiendo las cadenas de la esclavitud. Son estos monumentos los que hay que multiplicar.
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