Yo pisé el norte de Argentina antes que el norte de Chile. Recién en 2010 fui a Iquique por primera vez, y uno de mis deseos más íntimos era conocer la Escuela Santa María, escenario de la peor masacre obrera de nuestra historia. Por fuera una serie de murales rodeaba todo el inmueble. Yo fijé mi atención en uno en particular: allí aprendí que el poema «Canto a la pampa», del poeta Francisco Pezoa, en realidad se titulaba «Canto de venganza» (otras fuentes dicen que sería «Canto a la huelga»), y que la versión musiquera del Quilapayún era un fragmento del texto original. La parte superior del mural, de hecho, aclara que el poema es «mal conocido como Canto a la Pampa». Pero vamos al quid del asunto. Una señora que cuidaba la escuela me hizo pasar. Adentro había un par de gatitos y unos pocillos a medio servir. Las paredes de la escuela exhibían rayados clamorosos, que abogaban por justicia y memoria. Los pupitres estaban repartidos por el patio; a las salas poco faltaba para decirles basurales. Y, entonces, era imposible disociar esa carga emotiva de lo sucedido hacía más de un siglo. Dónde habrán sido los disparos, pensaba. Dónde habrán alojado los pampinos, elucubraba. Qué habrán sentido las mujeres, los niños, cuando Silva Renard mandó a repartir balas. Bueno, salí de ese lugar con una angustia en el pecho, sin saber que un año más tarde la historia daría un vuelco. Tras viajar solo más de dos meses y medio por el norte de Argentina, buena parte de Bolivia y una pequeña porción de Perú, regresé por el norte de Chile. Pasé de nuevo por Iquique y me dirigí al barrio de la escuela, pero ahora había cercos rodeándola. Habían empezado a echarla abajo. Alerté en las redes sociales sobre el derrumbe, sin pensar que el terremoto de 2010 había afectado la estructura. Pero un amigo me sopló -y yo no me había dado el tiempo de averiguarlo- que la Escuela Santa María original había sido demolida a mediados del siglo XX, y que la visitada por mí era solo la sucesora. Atesoro ese minuto como un llamado de alerta a ser más riguroso: desde entonces, pregunto dos o tres veces antes de lanzar al voleo una información. Entiendo que la Escuela Santa María de la tragedia -y esto lo puede corroborar el gran estudioso de la cultura iquiqueña y nortina, Bernardo Guerrero, a quien bautizamos en mi ex diario como «iquicólogo»- estaba ubicada en la manzana que hoy ocupa el Mercado Centenario. La escuela que visité yo, en cambio, quedaba a una cuadra de ahí. Me sentí extraño. Todo cuanto había imaginado en ese espacio baldío no tenía correlato en el infausto suceso pasado. Pero la masacre ocurrió; a pocos metros de ahí, pero ocurrió, y creo que si nos enteramos de ella fue porque artistas como Luis Advis y el Quilapayún crearon esa suprema obra conocida como la Cantata Santa María de Iquique, inspirada en la matanza. Los artistas ayudaron a descorrer el velo del olvido, y acometieron la pega que la historia oficial omitió. Yo he vuelto a Iquique dos veces después de 2010 y 2011, pero nunca volví a pasar por el sector de la Santa María que visité. No sé si se cumplió la promesa de construir, en su reemplazo, una escuela bicentenario. Lo único cierto es que los brutos con armas en las manos siguen, después de vivir un siglo, matando por la espalda.
Publicado en Facebook el 21 de diciembre de 2018.
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