Osvaldo telúrico

Yo buscaba anoche una casa de numeración impar en calle Esperanza y caminaba por la vereda de numeraciones pares. Divisé desde el frente una silueta y me pareció que era él. Crucé la calle, al filo de la hora señalada, y no cabía duda sobre quién era el señor parado fuera de la puerta de la casa. Vestía unos ceñidos pantalones, sujetos con suspensores. Degustaba un tentempié, algo así, una cosa poca, y le hice un leve gesto con la cabeza. Como yo quería tener la certeza plena y no mandarme un carril, esperé que él abriera la boca.
– Hola, soy Osvaldo- saludó, y me tendió su mano.
– Hola, soy Cristian. Qué honor conocerlo, don Osvaldo- repliqué.
Me presentó a su compañera Silvia, y empezó a girar en su metro cuadrado, quizás dejándose arrullar por la brisa fresca de la noche del Barrio Yungay, que ya vivía los últimos estertores de la Fiesta del Roto, y me invitó a tomar ubicación.
Y así fue mi primer encuentro cara a cara con Osvaldo Torres. En Esperanza.
Entré como suelo entrar habitualmente: tratando de que mi presencia sea lo menos invasora. Bajo perfil. El anuncio era de un recital en casa, lo que me parecía atractivo por la atmósfera que se podía crear. Había comprado la entrada hacía rato. Me recibió Daniel Poblete, el organizador de la velada, a quien de inmediato le pregunté si ésta era su casa. Asintió, y de inmediato se acercó a la mesa tipo té club, montada en el living, para preguntarme qué vino me quería servir. “Carmenere”, dije, como siempre.
La mesa estaba ordenada así: una botella, una fuente de quesos, una botella, una fuente de frutos secos, otra botella y galletitas crackelet. Osvaldo, mientras esperaba a los invitados, se paseaba por el living, y patudamente lo abordé. No sé por qué, porque mi pudor, frente a una artista de su estatura, cohíbe mi inspiración. Capaz que él me haya preguntado primero, no lo recuerdo.
El caso es que me regaló cinco minutos de su tiempo para contarme, con los ojos humedecidos, que en una entrevista que le habían hecho durante la mañana, le recordaron episodios de su vida cuyas fechas ya creía sumergidas en el pozo del olvido. Le pregunté sobre su actualidad en Francia, país en el que se aquerenció, y me contó que trabaja desde hace 15 años en un centro cultural con financiamiento público, impartiendo talleres de pintura y música andina a adultos mayores -franceses, africanos y árabes- en un barrio popular parisino. Me dijo el nombre del barrio, pero lo olvidé.
«Lo único que cambia si es un gobierno de derecha o izquierda es el presupuesto, pero el centro cultural funciona igual. Francia tiene una vocación cultural que proviene desde el Estado», me contó.
Que un artista de su talante, fundador de Illapu, creador de la cantata La Vigilia -dedicada a las mujeres familiares de detenidos desaparecidos- y elenco estable de la primera peña de resistencia en dictadura (la peña Javiera de Nano Acevedo), me obsequiara cinco minutos de su vida para charlar de tú a tú, me bastaba. Yo solo había hablado con él por Facebook y lo había entrevistado por mail con Gabriela para «Ecos del tiempo subterráneo».
Mientras Osvaldo me contaba, al calor de una copa de vino, sobre su alegría de vivir en París, vi de reojo pasar a Pilar. Luego llegó Cecilia Concha. Y entonces cuando llamaron a sentarse al pequeño escenario, situado en el patio de la casa, nos ubicamos los tres en forma correlativa. Arriba del estrado colgaban unas enormes figuras multicolores, y entendí por qué Poblete, el anfitrión, constructor civil de profesión, bautizó su espacio como El Club de Los Lagartos.
Osvaldo no estaba solo. Su compañera Silvia Balducci, de cuya existencia me vine a enterar recién esa noche, se ubicó en el centro del escenario con su guitarra, y del otro lado afinaba la suya Patricio Castillo, uno de los primeros integrantes del Quilapayún. En el aperitivo, Pilar me contó que Silvia era italiana, y yo que pensaba que era argentina.
No recuerdo la hora en que empezó este hogareño recital, pero sí sé que a 98 kilómetros, en el Festival de Olmué, Illapu homenajeaba a Matías Catrileo y Camilo Catrillanca, y el público del Patagual pedía a gritos la renuncia de Chadwick. Aquí, en este escenario más breve pero no por ello menos glamoroso, Torres, fundador de los Illapu y primo lejano de los Márquez, empezaba a cantar “Levanta, hijo, levanta, que iremos a las Argentinas a comprar unos borriquitos”, mientras la gente hacía palmas en el coro.
Y bueno, la máxima expectativa, al menos para mí, era comprobar qué me pasaba con Osvaldo, sobre todo cuando empezara a recitar dentro de las canciones. Pero nada había cambiado: su trabajada voz, tan bien pronunciada, serena, humilde, colmada de ternura, con inflexiones, rotundamente aymara, seguía invocando la soledad del altiplano chileno. Y de repente aparecieron los pastores de llamas y alpacas en el Chungará. Y la imaginación cruzó la cordillera y sobrevoló los cielos del cerro rico de Potosí hasta surear a la norteña ciudad argentina de La Quiaca, donde Osvaldo después confesara que de ahí provenía su familia quechua y aymara. Pero ese es otro asunto.
Le tocó el turno a Silvia, quien lucía dos trenzas plateadas al costado izquierdo. Daniel Poblete la había presentado como una de las italianas que más sabe de música chilena y latinoamericana. “El exilio de los Inti Illimani nos marcó a muchas italianas, que aprendimos a conocer la Nueva Canción Chilena. Algunas fueron muy famosas, yo no”, dijo en perfecto español, y sacó una risa contagiosa en la audiencia.
Pero la risa duró lo que dura un suspiro: la casa se empezó a mover en pleno concierto, la gente miró a los techos y Silvia no sabía qué hacer. Era mi primer temblor en un concierto. Siempre pensé cómo reaccionarían los músicos.
– Es muy largo este temblor- murmuró una señora.
– Aún sigue- dijo otra.
– Ahora sí que pasó- dijo alguien más.
La gente se paró a rellenar sus copas de vino e intentaba buscar donde había sido el epicentro y la magnitud. «6,7 en Tongoy», gritó uno, pegado al celular.
Pero el show continuó. Y Patricio Castillo rumió su indignación contra la gente que había ido a rellenar sus copas y no volvía. «Me carga cantar solo», refunfuñó.
Y la vida siguió. El concierto también.
Silvia, que hablaba de terremoto y no de temblor, dejó a la audiencia embrujada con las canciones de Víctor y Violeta. Mató con su jazzero cover de «El cigarrito». Cantó «Y arriba quemando el sol». Pero la descosió con sus versiones en italiano de «Qué dirá el santo padre», que vive en la Roma natal de Silvia, y de «Te recuerdo, Amanda».
– Sono cinque minuti. La vita é eterna in cinque minuti.
El público guardó un silencio reverencial.
Osvaldo, entonces, acunó el charango en su regazo y se puso a cantar una canción que jamás pensé oír en vivo en mi vida: «El quirquincho». Ese animalito, esa especie de armadillo, que le roba la Jacinta al protagonista y juntos se van al altar. Pero él trama su desquite contra el malvado quirquincho: le pega un palo en la cabeza y lo convierte en el caparazón de su charango. «Y has de morir cantando», culmina la letra, con la venganza consumada.
El bueno de Osvaldo, bien entrada la noche, comenzó a contar cómo es que el huayno había sido convertido artificialmente en trote para la dictadura chilena. Era un momento mega solemne, pero fue interrumpido por el ring-ring del celular de su compañera. «Está llamando Héctor Pavez, quiere saber si estamos bien después del terremoto, salúdenlo», levantó el móvil Silvia. Todos sonrieron y gritaron hola al unísono.
Le costó retomar la solemnidad al antofagastino Osvaldo. Algo de eso consiguió cuando se puso a hablar de una leyenda del pueblo arahuaco, pero no demoró mucho en contar que los jíbaros le habían dejado los bracitos cortos a Piñera.
La noche se convirtió en madrugada. Terminó el recital con todos los amigos de pie, y las rondas de vino no pararon. Vi a Osvaldo en un rincón de la casa, y un círculo de oyentes lo rondó. Yo, sapo desde siempre, también paré la oreja. Escuché de eso de que su familia materna de origen aymara y quechua era de La Quiaca, ciudad argentina fronteriza con Bolivia, que visité en 2011. La sesión de preguntas era trepidante, y él las contestaba sin vacilar, con la grandeza de la humildad. Que Illapu debió llamarse Illampu, como el nevado del boliviano pueblito de Sorata, y no Illapu. «Eso lo pusieron los periodistas porque no podían pronunciar Illampu, y quedamos como Illapu», dijo, antes de contar cómo les enseñó a sus primos Márquez a tocar charango, y que Pato Manns los convenció de optar por un camino propio en vez de seguir tocando covers de «La muralla».
También habló de su primer concierto con Illapu en Santiago, en la Alameda, y cómo la militancia política lo condujo por nuevos rumbos. Contó tantas cosas más, hasta lo que yo había olvidado, como que en «Tres versos para una historia» él compuso la segunda canción de la trilogía. Esa que empieza con el verso «Desde esta celda donde el odio ha confinado la sonrisa…». Le pregunté por la cantata La Vigilia, de 1978, y me confirmó que la escribió exclusivamente para la voz prodigiosa de Isabel Aldunate.
Anoche fue un regalo, uno más en este enero intenso y sinuoso que ha discurrido por mi humanidad como si fuese el equivalente a un año entero, y que ha removido todas mis estructuras.
Le prometí regalarle el libro de las peñas antes de su regreso a Francia. Quienes quieran escuchar los relatos de este narrador extraordinario, de un hito de nuestra historia musical, que en cualquier país menos desmemoriado tendría un estatus de honor, aún tienen chance este sábado 26 a las 20 horas en el Taller Sol.
Allí tocará junto a la maravillosa Silvia, a quien le di un abrazo de oso tal como el que le di a Osvaldo antes de salir por la puerta de Esperanza. Nada ni nadie, menos un temblor, puede con la energía telúrica del canto y la poesía.

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