Livorno, Pisa, 19/03/2018

19/03/2018. Este día prodigioso, magistral, pleno de emoción y gratitud, terminó de cara al sol en la costanera de Livorno. Todo partió en Pisa, la cuna de Galileo, nada menos. Todo el recorrido en tren por la Toscana. Puta, cuando voy caminando rumbo a la plaza de Pisa, cruzo el río Arno y veo la torre, casi me voy de culo. Toda una vida viéndola en fotos, y ahora la tenía ahí, frente mío, como un borracho (escoba) que se tambalea. Ahí me fui a la mierda; demasiadas cosas pasaron por mi cabeza, me acordé mucho de mi papá. El impacto es tremendo. Decidí subirla, no sin antes pasar por el exhaustivo detector de metales que hay en casi todos los monumentos de Europa. Cuando entras, sientes la inclinación. Como que pareces caerte. Luego vas escalón por escalón, rondándola, hasta que llegas a la cima con unas seis campanas del año del ñauca. La vista te deja sin aliento. Bajas y dices que valió la pena pagar los 18 euros que cobran. Caminé de vuelta a la estación de Pisa. En el trayecto hacia allá existen unos hitos de resistencia contra el fascismo de Mussolini, como en la plaza Cavallieri. Resulta que Pisa en algún momento tuvo mar. Y esto es clave para entender el destino siguiente: Livorno, frente al mar Tirreno. Fui por varias razones: porque nadie nombra a Livorno en las agencias de turismo (me habían dicho que no tenía ningún brillo, lo que me motivó aún más a ir), porque mi sombra me pedía mar, porque fue la semilla de la izquierda en Italia (ahí nació el partido comunista italiano) y porque quería conocer el estadio del club Livorno (donde jugara el gran Jorge Potencia Vargas, alias Raul Rios Cavada), cuyos hinchas llevan hasta banderas del Che Guevara a los partidos. Bueno, resulta que Pisa y Livorno no se pueden ver. Todo porque Pisa perdió de a poco su cercanía con el mar y el que asumió el rol como puerto principal de la Toscana fue Livorno. De ahí proviene la pica entre ambos. Si uno camina por Livorno, casi todo es nuevo. En el 43, si mal no recuerdo, los aliados bombardearon la ciudad y la dejaron en ruinas. El asunto es que, a través del transporte que recién fui a cachar ahí cómo funcionaba, llegué a la costanera. Mar, mar y mar. Solo para mí. Como la costa del Tirreno es occidente del lado de la península, eso aseguraba la pulenta puesta de sol. Antes comí una pasta exquisita (toda la comida es rica en Italia), con vino rosso y café en un barcito monono. Le pregunté a la italiana que atendía dónde más menos quedaba el estadio. Por suerte era a la altura de la costanera. Caminé. El estadio Armando Picchi, claramente, no es estándar FIFA. Diría que es un poquito mejor que el de La Cisterna. Es un club de barrio. Otras veces me han puesto ene problemas para entrar a las canchas. Acá, en cambio, el estadio estaba abierto para quien quisiese pasar. El Livorno juega mañana con el Siena, y ahora está en la serie C: o sea, en época de vacas flacas. «No es un buen momento del equipo», me contó resignado un hincha que hacía la fila para comprar la entrada. En fin, entré a la pista atlética y de repente escuché un barullo. Y eran unos 50 hinchas o más, casi todos ancianos, tomando café, leyendo el diario o tomando cerveza en un bar que tiene el club abajo. Es como que estuviera a la altura de las bancas. Camaradería total. Subí a la tribuna, vi desde donde transmitía la RAI y nadie te ponía mala cara por sacar fotos. No di, sin embargo, con ningún guiño hacia el comunismo, salvo cuando di la vuelta completa al estadio. Ahí sí había un par de rayados con la hoz y el martillo, escritos seguramente por los ultras del club, y un par de insultos contra el Pisa -rival acérrimo que juega en una división aún más baja que el Livorno y, por tanto, no se topan- y contra la Juve. Se me hacía tarde y me devolví al mar. Hacía frío, como en todo este viaje. No había sol, como en casi todo este viaje. Hasta que de la nada el sol emergió de entre las nubes, y resplandeció el oleaje del Tirreno. Yo dejé que los rayos me pegaran en la cara hasta que el sol se escondiera en lontananza. Pensaba en lo lindas que son las puestas de sol mirando hacia el occidente, como en Chile. No es lo mismo un atardecer en Barcelona o en Río, donde el sol se pone por otro lado, no por el mar. Antes de que se hiciera de noche, se veía como bien al fondo llovía, y de la mezcla con las nubes emanaba un color viola muy cuático, como el de la Fiorentina. En eso apareció un italiano y me habló en su lengua. No le caché a la primera. Y me dijo que tenía suerte al tener la cámara para registrar este regalo de la naturaleza. Y sí, le dije. Conversamos como 15 minutos y me explicó un par de cosas de Italia y de la Toscana. «Es bonita Italia», le dije. «Todos los países tienen lo suyo», me respondió. Daniele se despidió de mano y siguió trotando junto a su perro. Yo me devolví de noche hasta la estación de trenes, para volver ahora a Florencia con así la sonrisa, con la satisfacción de otro día cumplido. 19/03/2018. Nunca olvidar.

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