Anoche iba subiendo hacia Barón a ver a una banda de rock porteño que no conocía. Era en un local muy casero llamado «El bajón del Lichón», en plena calle Portales, la principal del cerro. Un pequeño racconto: un miércoles de llovizna de harta pena y lloriqueo -calculo hace dos semanas-, yo vagaba por esa avenida cuando vi un letrero que decía «merluza frita» afuera de esa casa. Me asomé a ver si tenían mesitas adentro y sí. Parecía un lugar choro para almorzar. Atendía una chica muy amable que me hizo recorrer el lugar mientras preparaba la comida. Había libros, viejas ropas, cachivaches y reliquias varias. Recuerdo que me compré un abrigo y que el perrito de la casa era extremadamente regalón. No me dejaba en paz y me chupeteaba entero. Yo ese día quería ir a Quintay, pero el colectivo se murió esperando a más gente, y agradecí haber desviado la ruta. En ese lugar -«El bajón del Lichón»- tenían algunos letreros de Allende y otros guiños políticos. Cuando pagué la cuenta, el otro dueño -que, a la sazón, era la pareja de la chica que me atendió- me mostró su celular con un afiche sobre una tocata para el 29 de julio, o sea, ayer. El grupo se llamaba «Salvatore». Desde ese día me había programado para estar. Me pareció que algo había ahí de los bares antiguos porteños; que había una atmósfera que me tiraba. El asunto es que, como contaba al principio, subí a Barón para ir a ver la tocata. Mas cuando empecé a mirar las casas del frente para notar si había movimiento, había solo silencio. A lo lejos distinguí una persona con un brasero al lado y una carpa. Giré la vista y la fachada de adobe de la misma casa donde había almorzado hacía dos semanas estaba en el suelo. «Se cayó ayer», me dijo la persona que estaba con el brasero y la carpa, y que cuidaba la casa del acecho de los domésticos de siempre. Yo quedé helado. El techo también tambaleaba. Le pregunté al señor si a la familia no le había pasado nada. Me respondió que afortunadamente no, y que la tocata se haría igual, solo que un poco más arriba en el «Avance». «¿Qué es el «Avance»?», le pregunté. Un club deportivo. Me dio súper bien las indicaciones, con lujo de detalles, tal como lo haría un colombiano al señalarte una dirección. Llegué al lugar convenido y sí había movimiento fuera del club. La chica que en su momento me había atendido, ahora cortaba los boletos para la tocata. Le conté acerca de mi impacto por la situación que les había tocado vivir. Se le notaba triste, pero muy entera. Me dijo que en realidad el miércoles se había caído la fachada, producto de los últimos temporales. Me dijo que su pareja -apodado «Lichón», de ahí el nombre del bar- llevaba 12 años ahí y nunca había pasado nada grave, y que el perrito que solía poblar el techo salió arrancando. Pero se salvó providencialmente. Me costó salir de la conmoción de haber visto la casa así, e incluso me pasé el rollo de qué habría hecho yo si el derrumbe hubiese sido justo cuando yo almorcé ahí. Pero, en fin. La banda «Salvatore» era súper buena; muy experimental e instrumental. Pero, y lo que me tocó a fondo, con títulos que remitían a la historia local. Recuerdo por ejemplo un tema que se llamaba «La mosca azul». Mientras me tomaba una cerveza negra artesanal, hecha en Barón, llamada Cure en honor a un perrito porteño, le pregunté a un loquito que vacilaba a mi lado qué era eso de la mosca azul. Y era, según me explicó, una especie de patrulla que durante los ochentas perseguía a los cabr@s que hacían la cimarra en el cerro. Una especie de cuca de esos tiempos oscuros que sembraba el pánico. Había otro tema que se llamaba «Salida de cancha», como le dicen a la prenda de buzo los porteñ@s, aunque nunca lo he oído en voces de ell@s. Ardo en deseos por que alguien me diga naturalmente «salida de cancha». En fin, fue una noche muy intensa e identitaria en el club deportivo Avance, cuya fecha de fundación es de 1943, así que cuánta historia por ahí. Lamenté no poder despedirme de la pareja afectada por el derrumbe. Pero sé que pronto harán una tocata a beneficio para intentar recuperar lo perdido. Sé de hartos muros de otras casas que se cayeron con las lluvias. Y sé, cada vez que pasan los días, que Valparaíso, así como amarra como el hambre, suele jugar al filo entre la vida y la muerte.
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